miércoles, 12 de diciembre de 2012

El destrozo educativo


GREGORIO SALVADOR. de la Real Academia Española, 

VIENE a visitarme, hasta mi retiro veraniego, uno de mis antiguos alumnos. 

El haber tenido tantos, a lo largo de tantísimos años dedicados a la enseñanza, le  proporciona a uno, en la vejez, estas recompensas afectivas, la satisfacción de comprobar que hay muchos que recuerdan con gratitud lo que uno pudo comunicarles en otro tiempo, que rememoran, cariñosamente, frases o sucedidos que uno tenía ya arrinconados o perdidos en la memoria y que forman parte, en cambio, de sus propias vidas, de su acervo biográfico, de su anecdotario habitual, que lo miran a uno con respeto e incluso con veneración.

Es uno de esos pluses profesionales de que podemos disfrutar los docentes.

Además de la natural prolongación familiar de la sangre que nos proporcione la posible descendencia: hijos, nietos, biznietos ya en mi caso, esta otra familia espiritual de los discípulos fieles y agradecidos, que nos proyecta hacia el futuro y nos liga con él, nos ayuda a sentirnos vivos y actuantes más allá de nuestras preocupaciones diarias.

Tal vez buena parte de la que se necesita para oír luego, sin descomponerse ni alterarse, lo que me cuentan otros profesores universitarios o de enseñanza secundaria, que se acercan hasta aquí alguna tarde o me llaman desolados por teléfono: para referirme iniquidades y agravios profesionales, ya habituales, los unos; para describirme el áspero y desbarajustado ambiente, a veces denigrante, en que realizan su labor los otros, muchos de los cuales extreman su angustia y me piden parecer sobre la posibilidad de abandonar el oficio de la enseñanza, que había sido para ellos proyecto ilusionante al acabar la carrera y es ahora degradante tribulación cotidiana, estéril e insufrible martirio, inmersos en ordenaciones estúpidas, sometidos a instrucciones onerosas, despojados de su propia razón profesoral en un sistema de enseñanza que se fundamenta en la aleatoriedad de los contenidos, en el menosprecio del saber.

El que se ha acercado hoy, desde Valencia, a visitarme es Fernando Estébanez, que fue alumno mío de sexto y preuniversitario en el Instituto de Astorga, allá por los primeros sesenta, y que luego estudió Filología Clásica. Lo que viene a comunicarme es que se ha jubilado voluntaria y anticipadamente: acaba de cumplir los sesenta años y supera los treinta y cinco de servicios, lo que le permite legalmente escaparse de una situación cada vez más incómoda, recuperar la tranquilidad de espíritu y hallar tiempo para seguir aprendiendo, que es al fin y al cabo lo que los profesores de verdad hemos hecho toda la vida.

Me lo explica tal como lo ha argumentado en su instancia: «Me jubilo como catedrático de Griego de Institutos de Bachillerato, que viene a ser una acción fantasmagórica, pues ni existe ya el cuerpo de catedráticos ni el griego como asignatura ni propiamente el bachillerato. Así es que no dejo nada de lo que ha constituido mi vida; antes bien, recupero mis verdaderas capacidades y actitudes al liberarme de las confusas obligaciones docentes y de los engorrosos cometidos burocráticos en que se había ido convirtiendo mi labor».

Hablamos de todo eso: de aquel instituto en donde coincidimos, él de alumno y yo de profesor de literatura, de nuestro pasado en la enseñanza media, de la liquidación premeditada e inexorable del cuerpo de catedráticos, que ahora se pretende recuperar desde la Ley de Calidad, según parece, lo que no será fácil, pues en cuestiones educativas es casi imposible deshacer los entuertos, recuperar el capital dilapidado, la experiencia acumulada, el conocimiento trasmitido y sedimentado, cuando se ha hecho tabla rasa de todo ello y se ha pretendido partir de cero para el experimento. Sale a relucir el hermoso artículo sobre los catedráticos de instituto que publicó hace poco en este periódico Alfonso de la Serna, a propósito de uno de los más sabios e ilustres, el historiador don Antonio Domínguez Ortiz, a quien hemos perdido recientemente.

Le cuento que cuando yo fui elegido académico de la Española, en 1986, era el décimo miembro de esa Corporación que había sido catedrático de instituto y luego vinieron otros como Adrados, García de la Concha o Lledó: hemos llegado a ser doce los sentados a un tiempo alrededor de la mesa oval, lo que posiblemente quiera decir algo acerca de lo que ese cuerpo docente alcanzó a ser. Para muchos camino hacia la cátedra universitaria, que luego se ha cortado por completo.

Ahora es una especie en extinción, si Dios no lo remedia con la necesaria ayuda de Pilar del Castillo.



Los últimos que van quedando, los de pata negra -porque luego se inventó esa sandez de «la condición de catedrático», para mezclar y enrarecer- están llegando, como mi interlocutor, a esa edad en que ya se permite optar por la jubilación voluntaria y algunos, los que hacen sus cuentas y ven que podrán subsistir, lo aprovechan.

Me habla Estébanez también de mi último artículo, sobre la edad de aprender a leer y escribir, y me cuenta que él, hijo de maestro y maestra, aprendió, naturalmente, prontísimo y que sus padres siempre fueron conscientes de que enseñar las primeras letras era su primera y primordial función. Maestros nacionales ambos, como se llamaron desde fines del XIX, cuando la enseñanza primaria logró salir, gracias al empeño de muchos de ellos, de los inciertos dominios municipales para acogerse a la gestión estatal; catedrático él de Institutos Nacionales de Enseñanza Media, como yo mismo lo fui. Escuela Nacional.

Todo eso ha desaparecido de las nomenclaturas oficiales, porque el sistema autonómico ha troceado la educación. Le cuento que el año pasado me invitaron a dar una conferencia en el País Vasco, donde él tuvo precisamente su primer destino. Público muy numeroso, abundante en profesores, universitarios y de secundaria, y también de escoltas que protegían a no pocos de los asistentes; al terminar, hubo un coloquio muy animado que derivó en seguida hacia cuestiones educativas y de contenidos de la enseñanza. Siempre hay en esos casos quien le pide a uno remedios para determinados males que le resultan evidentes. Y me decidí a decir, no sin cierto recelo, algo que pienso: «Mire usted, ha habido un error de difícil arreglo ya; si el Estado se ha reservado determinadas  competencias que no ha transferido a las Comunidades Autónomas, las de defensa, las de relaciones exteriores, con tanta o más razón debería haberse reservado las educativas».

¿Cómo reaccionaron los oyentes? Una ovación clamorosa: por algo sería.

Le recomiendo finalmente a mi visitante el libro que acabo de leer: La secta pedagógica de Mercedes Ruiz Paz. Licenciada en pedagogía, maestra de primaria en ejercicio, es posiblemente, en este momento, la cabeza más clara de cuantas tratan de estos problemas. Con la seguridad de quien sabe, con la veracidad de quien vive. Y con una prosa transparente, que discurre limpia, sin remansos ni rodeos. Sin pedanterías en una parcela de conocimiento donde la jerga incomprensible es norma y hábito el galimatías expresivo. En el libro de Mercedes Ruiz Paz se entiende todo y se entiende muy bien. Deberían leerlo sin prejuicios todos esos políticos que se aprestan a luchar por obtener poder y escaño en las próximas elecciones generales.

Los de la oposición para reconocer, lealmente, las ruedas de molino pedagógicas que se tragaron cuando legislaban y que están lastrando, irremediablemente, el porvenir de las generaciones afectadas, y poder ofrecer así, sin encastillarse en los evidentes logros cuantitativos, propósitos de enmienda que reparen los estropicios causados y pongan sus miras en lo alto: en los necesarios e inexcusables niveles de calidad y de conocimiento. Y los del partido en el poder para asegurarnos que van a ir más lejos, sin reparos ni miramientos, en la línea emprendida, en la recuperación de saberes y de modales, de todo lo estúpidamente malbaratado o destruido, con refrendo legal, en los últimos veinte años. Porque se ha hablado de caos, yo mismo he escrito alguna vez acerca de la catástrofe en la enseñanza o del desastre educativo. Todos son sustantivos válidos para referirse a la situación creada; pero después de haber leído cuidadosamente ese inquietante libro que digo, pienso que la palabra más ajustada, más propia, es destrozo. Un destrozo consciente y, por lo que se deduce, no enteramente gratuito. Un destrozo que requiere urgentes reparaciones. Estemos, pues, atentos a los programas electorales.


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