VIENE
a visitarme, hasta mi retiro veraniego, uno de mis antiguos alumnos.
El
haber tenido tantos, a lo largo de tantísimos años dedicados a la enseñanza,
le proporciona a uno, en la vejez, estas
recompensas afectivas, la satisfacción de comprobar que hay muchos que
recuerdan con gratitud lo que uno pudo comunicarles en otro tiempo, que
rememoran, cariñosamente, frases o sucedidos que uno tenía ya arrinconados o
perdidos en la memoria y que forman parte, en cambio, de sus propias vidas, de
su acervo biográfico, de su anecdotario habitual, que lo miran a uno con
respeto e incluso con veneración.
Es
uno de esos pluses profesionales de que podemos disfrutar los docentes.
Además
de la natural prolongación familiar de la sangre que nos proporcione la posible
descendencia: hijos, nietos, biznietos ya en mi caso, esta otra familia
espiritual de los discípulos fieles y agradecidos, que nos proyecta hacia el
futuro y nos liga con él, nos ayuda a sentirnos vivos y actuantes más allá de
nuestras preocupaciones diarias.
Tal
vez buena parte de la que se necesita para oír luego, sin descomponerse ni
alterarse, lo que me cuentan otros profesores universitarios o de enseñanza
secundaria, que se acercan hasta aquí alguna tarde o me llaman desolados por
teléfono: para referirme iniquidades y agravios profesionales, ya habituales,
los unos; para describirme el áspero y desbarajustado ambiente, a veces
denigrante, en que realizan su labor los otros, muchos de los cuales extreman
su angustia y me piden parecer sobre la posibilidad de abandonar el oficio de
la enseñanza, que había sido para ellos proyecto ilusionante al acabar la
carrera y es ahora degradante tribulación cotidiana, estéril e insufrible
martirio, inmersos en ordenaciones estúpidas, sometidos a instrucciones
onerosas, despojados de su propia razón profesoral en un sistema de enseñanza
que se fundamenta en la aleatoriedad de los contenidos, en el menosprecio del
saber.
El
que se ha acercado hoy, desde Valencia, a visitarme es Fernando Estébanez, que
fue alumno mío de sexto y preuniversitario en el Instituto de Astorga, allá por
los primeros sesenta, y que luego estudió Filología Clásica. Lo que viene a
comunicarme es que se ha jubilado voluntaria y anticipadamente: acaba de
cumplir los sesenta años y supera los treinta y cinco de servicios, lo que le
permite legalmente escaparse de una situación cada vez más incómoda, recuperar
la tranquilidad de espíritu y hallar tiempo para seguir aprendiendo, que es al
fin y al cabo lo que los profesores de verdad hemos hecho toda la vida.
Me
lo explica tal como lo ha argumentado en su instancia: «Me jubilo como
catedrático de Griego de Institutos de Bachillerato, que viene a ser una acción
fantasmagórica, pues ni existe ya el cuerpo de catedráticos ni el griego como
asignatura ni propiamente el bachillerato. Así es que no dejo nada de lo que ha
constituido mi vida; antes bien, recupero mis verdaderas capacidades y
actitudes al liberarme de las confusas obligaciones docentes y de los
engorrosos cometidos burocráticos en que se había ido convirtiendo mi labor».
Hablamos
de todo eso: de aquel instituto en donde coincidimos, él de alumno y yo de
profesor de literatura, de nuestro pasado en la enseñanza media, de la liquidación
premeditada e inexorable del cuerpo de catedráticos, que ahora se pretende
recuperar desde la Ley de Calidad, según parece, lo que no será fácil, pues en
cuestiones educativas es casi imposible deshacer los entuertos, recuperar el
capital dilapidado, la experiencia acumulada, el conocimiento trasmitido y
sedimentado, cuando se ha hecho tabla rasa de todo ello y se ha pretendido
partir de cero para el experimento. Sale a relucir el hermoso artículo sobre
los catedráticos de instituto que publicó hace poco en este periódico Alfonso
de la Serna, a propósito de uno de los más sabios e ilustres, el historiador
don Antonio Domínguez Ortiz, a quien hemos perdido recientemente.
Le
cuento que cuando yo fui elegido académico de la Española, en 1986, era el
décimo miembro de esa Corporación que había sido catedrático de instituto y
luego vinieron otros como Adrados, García de la Concha o Lledó: hemos llegado a
ser doce los sentados a un tiempo alrededor de la mesa oval, lo que
posiblemente quiera decir algo acerca de lo que ese cuerpo docente alcanzó a
ser. Para muchos camino hacia la cátedra universitaria, que luego se ha cortado
por completo.
Ahora
es una especie en extinción, si Dios no lo remedia con la necesaria ayuda de
Pilar del Castillo.
Los
últimos que van quedando, los de pata negra -porque luego se inventó esa sandez
de «la condición de catedrático», para mezclar y enrarecer- están llegando,
como mi interlocutor, a esa edad en que ya se permite optar por la jubilación
voluntaria y algunos, los que hacen sus cuentas y ven que podrán subsistir, lo
aprovechan.
Me
habla Estébanez también de mi último artículo, sobre la edad de aprender a leer
y escribir, y me cuenta que él, hijo de maestro y maestra, aprendió,
naturalmente, prontísimo y que sus padres siempre fueron conscientes de que
enseñar las primeras letras era su primera y primordial función. Maestros
nacionales ambos, como se llamaron desde fines del XIX, cuando la enseñanza
primaria logró salir, gracias al empeño de muchos de ellos, de los inciertos dominios
municipales para acogerse a la gestión estatal; catedrático él de Institutos
Nacionales de Enseñanza Media, como yo mismo lo fui. Escuela Nacional.
Todo
eso ha desaparecido de las nomenclaturas oficiales, porque el sistema
autonómico ha troceado la educación. Le cuento que el año pasado me invitaron a
dar una conferencia en el País Vasco, donde él tuvo precisamente su primer
destino. Público muy numeroso, abundante en profesores, universitarios y de
secundaria, y también de escoltas que protegían a no pocos de los asistentes;
al terminar, hubo un coloquio muy animado que derivó en seguida hacia
cuestiones educativas y de contenidos de la enseñanza. Siempre hay en esos
casos quien le pide a uno remedios para determinados males que le resultan
evidentes. Y me decidí a decir, no sin cierto recelo, algo que pienso: «Mire
usted, ha habido un error de difícil arreglo ya; si el Estado se ha reservado
determinadas competencias que no ha
transferido a las Comunidades Autónomas, las de defensa, las de relaciones
exteriores, con tanta o más razón debería haberse reservado las educativas».
¿Cómo
reaccionaron los oyentes? Una ovación clamorosa: por algo sería.
Le
recomiendo finalmente a mi visitante el libro que acabo de leer: La secta
pedagógica de Mercedes Ruiz Paz. Licenciada en pedagogía, maestra de primaria
en ejercicio, es posiblemente, en este momento, la cabeza más clara de cuantas
tratan de estos problemas. Con la seguridad de quien sabe, con la veracidad de
quien vive. Y con una prosa transparente, que discurre limpia, sin remansos ni
rodeos. Sin pedanterías en una parcela de conocimiento donde la jerga
incomprensible es norma y hábito el galimatías expresivo. En el libro de
Mercedes Ruiz Paz se entiende todo y se entiende muy bien. Deberían leerlo sin
prejuicios todos esos políticos que se aprestan a luchar por obtener poder y
escaño en las próximas elecciones generales.
Los
de la oposición para reconocer, lealmente, las ruedas de molino pedagógicas que
se tragaron cuando legislaban y que están lastrando, irremediablemente, el
porvenir de las generaciones afectadas, y poder ofrecer así, sin encastillarse
en los evidentes logros cuantitativos, propósitos de enmienda que reparen los
estropicios causados y pongan sus miras en lo alto: en los necesarios e inexcusables
niveles de calidad y de conocimiento. Y los del partido en el poder para
asegurarnos que van a ir más lejos, sin reparos ni miramientos, en la línea
emprendida, en la recuperación de saberes y de modales, de todo lo
estúpidamente malbaratado o destruido, con refrendo legal, en los últimos
veinte años. Porque se ha hablado de caos, yo mismo he escrito alguna vez
acerca de la catástrofe en la enseñanza o del desastre educativo. Todos son
sustantivos válidos para referirse a la situación creada; pero después de haber
leído cuidadosamente ese inquietante libro que digo, pienso que la palabra más
ajustada, más propia, es destrozo. Un destrozo consciente y, por lo que se
deduce, no enteramente gratuito. Un destrozo que requiere urgentes
reparaciones. Estemos, pues, atentos a los programas electorales.
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